Epistolario


UNA HOJA DEL DIARIO DE MI VIDA


Viernes 20 de Junio del 2008


Cuando desperté el día de hoy pensé: "¿Qué me espera?". Un agudo dolor fue la respuesta. Llevé una mano a mi mejilla izquierda: -¡La muela!... Dios, solo eso me faltaba-.
De un salto me puse de pie. Era una mañana helada. Rápidamente me vestí, me abrigué bien utilizando prenda sobre prenda para paliar el frío y caminé de un lado a otro por toda la casa. Los  vientos y la lluvia azotaban con furia los vidrios de las ventanas. Con la luz extinguiente de mis castigados ojos, percibí que el cielo estaba cerrado; los truenos retumbaban amenazantes.
Tenía que ir a tres puntos distintos, distantes y separados entre sí. -"Ya sé: Tomaré un taxi, llevaré la ropa limpia de César al sanatorio; luego iré a la Policlínica para hablar con sus médicos y por fin iré al dentista. Pero... ¿Cómo daré todas esas vueltas solita bajo esta, ¡semejante tormenta!? ¿A quién llamaré para que me acompañe?... ¡Mierda! ¡No tengo plata para pagar a nadie! No tengo familia, no tengo un carajo.   Todas mis "amigas" saben que estoy en problemas; nadie quiere acompañarme un día como hoy. (En los momentos difíciles sabrás quienes son tus amigos). A la verdad, yo estoy sola.
Todo el mundo dice: "Estamos a tus órdenes"...  “Llámame cuando necesites".... "Si precisas algo, llamame"... ¡Hm! ¡Mentiras! Llamé y nadie pudo auxiliarme. Que estoy con gripe; que mi marido está en la casa; que el perro, que el gato, en fin... Y yo me he comido sola, momentos verdaderamente amargos.
El otro día me sentí perdida en la emergencia, donde un atropellado mundo de médicos y enfermeras corrían de un lado a otro. Los pacientes entraban y salían. Camillas, sillas de ruedas, heridos, quejas, boxes, pasillos, Consultorios. Un mundo que antes yo dominaba y ahora no está a mi alcance, porque ya no me puedo desplazar como antes. Me muevo un poco y pierdo la orientación. (Creo que  no nací para ciega, no tengo desarrollado ningún sentido especial. Antes me defendía mucho con mi remanente, sabía utilizarlo. Ahora, un desastre; me reviento con todo, tiro todo y me desoriento).
Aquel día, César estaba descontrolado, tenía frío y su ropa mojada. Al entrar, yo tenía un bolso de ropa limpia conmigo, alguien me lo sacó de las manos. -"Pero; ¿dónde me lo habrán metido? ¡Que impotencia!...
Como impotente me sentí esta mañana: La muela me dolía y había que atenderla. Abrí un cajón y saqué un frasco que contiene un aceite de hierbas, Óleo 31. Con un hisopo pinté mi muela con él; me tomé una aspirina, un Zolben, un antialérgico y preparé mi mate.
Daba vueltas y vueltas sin animarme a salir; tenía terror de lanzarme a la calle con ese dolor, con el bolso de la ropa, el paraguas, la cartera, el celular. Gorda de abrigo, incómoda; bufanda, guantes, botas y el impermeable. Pensé: -"¡Odio que la lluvia me golpee la cara!". -No, no  solamente; odiaba tener que ir sola al dentista; siempre tuve problemas con eso: -"¿Qué hará conmigo este señor? Más me valdría que se abriese la tierra y me tragase, antes que pasar por esto"-. Qué espanto sentirse sola e indefensa, en medio del mundo que gira sin detenerse.
Llamé a mi ahijado Daniel y le rogué que me acompañara. Tiene veinte años, está estudiando odontología. -"Tengo un parcial, madrina, si lo termino a tiempo te llamo".
A las dos de la tarde por fin me decidí a salir por mis propios medios. Disqué el número del taxímetro. Ocupado. Llamé a todas las empresas, todos los teléfonos me daban siempre ocupados. Es que acá, cuando llueve los taxis desaparecen. Llamé a Julio, el hijo mayor de César; ingeniero, empresario, hombre de negocios. -Alexandra, -me dijo- estoy tapado de trabajo. La llevaré al sanatorio y ¿después? -Le respondí: Después no se preocupe, ya veré...
Tenía la esperanza de que mi ahijado llamara y me llamó. Le dije: -¡Busca un taxi y ven por mí!...
Así lo hizo; llegué con él, al otro sanatorio. Hablé con los médicos y: -Ahora sí, ¡al dentista!...
Salimos a la calle; la intensa lluvia helada, golpeaba nuestros rostros como puntas de alfileres. -¡No hay taxis, madrina y la parada está repleta de gente. -¡Vamos a hacer la cola!...
Los taxis no llegaban nunca. La gente, tapada hasta las narices se movía inquieta, se fastidiaba, en aquel momento un pelo era causa de problemas. Un joven vio de lejos un ómnibus y corrió hacia él. -¡Dale, Daniel, vamos!... Nosotros también corrimos: -¡Ojo, Dani, que no me resbale! -¡No te preocupes madrina, confía en mí! ¡Corre!...
Al bajar del ómnibus tuvimos que caminar siete cuadras. Nos arrasó la lluvia. La muela me dolía desesperadamente. El dentista me dijo: -"Tienes un quiste de raíz, potenciado ahora por el estrés. Vamos a desinflamarlo, pero si te sigue doliendo, ¡hay que extraer la muela!...”-.  Pensé: "Por suerte, esta vez no me la arrancó; debo prepararme para que lo haga en cualquier momento".
Salimos de allí, para enfrentarnos una vez más al temporal, porque nos encontrábamos a ocho cuadras de mi casa.
Al llegar, duros de frío, nos refugiamos junto a la estufa. –Gracias, Dani, ¡qué hubiera sido de mí, si no me hubieses acompañado!-. Tomamos un café y Daniel se fue, quedándome de nuevo, sola, sumida en la incertidumbre de mi futuro.

Débora Alexandra Acevedo F.


Aunque tiene forma literaria, esta página es verídica; sucedió tal como está relatado. Te la envío, hermano, para sentir el calor de tu ala protectora. Antes fui muy soberbia, creí que tenía el mundo en mis manos y que yo era capaz de superar cualquier circunstancia. Me sentía inteligente y creí que con eso bastaba para sobrevivir. Ahora tengo conciencia de lo frágiles que somos los seres humanos, que sin ojos, sin plata, no valemos nada. Tú sabes que siempre encaré la vida, con valor, realismo  y practicidad. Pero yo voy a pelearla, hermano, ¡desafiando mi suerte hasta el final!...


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